Emotivo homenaje de los masones madrileños a Estanislao Figueras,Francisco Pi i Margall y Nicolás Salmerón, en el aniversario de la I República
El frío no es que sea intenso. Es que es desalmado, sin entrañas, sin compasión. Dan las once. Los masones van llegando poco a poco, de uno en uno o de dos en dos, ateridos, pateando el suelo para darse calor, buscando los resquicios de sol en medio de las penumbras heladas del cementerio. Unos treinta, entre hombres y mujeres. Se sonríen, se saludan como ellos hacen (no seré yo quien cometa indiscreciones sobre sus costumbres) y, para entibiar la espera, pasean un poco por el lugar, buscando las tumbas de sus hermanos muertos.
El cementerio Civil es uno de los lugares menos conocidos pero más hermosos de Madrid. Es pequeño. Lo separa del otro cementerio, el gigantesco de la Almudena, una calle muy poco transitada: la avenida de Daroca. El Civil, inaugurado a finales del XIX para enterrar allí a los no católicos, de algún modo se ha quedado en ese siglo. Grandes cipreses, hiedras, senderos descuidados, tumbas casi todas viejas y muchas olvidadas. Pero la vegetación, o sea la vida, prolifera sobre las lápidas, aunque esté bajo la escarcha. No hay dolor en ese lugar.
Los masones, mientras esperan, van a ver a los suyos. Nada más entrar, a la izquierda, frente a la sencilla lápida de Pasionaria, está el enorme mausoleo de Antonio Rodríguez García-Vao, un vehemente muchacho que vivió muy deprisa (abogado, periodista, poeta, dramaturgo) y que, a los 24 años, fue apuñalado en la calle. Impresiona el enorme obelisco que se alza sobre su retrato.
También van los masones a ver al llorado Miguel Morayta, el ilustre catedrático que logró la hazaña de unificar las diversas masonerías españolas (casi tan diversas y rivales como las de hoy) a finales del XIX. Pero ante la tumba del sabio común no hay diferencias, no hay Obediencias ni rencillas. Sólo hay una sonrisa de respeto y de nostalgia.
Otras tumbas más o menos perdidas contienen símbolos que los masones identifican como propios. La columna truncada. Las manos entrelazadas. La escuadra y el compás superpuestos de diversas maneras que todos conocen bien y que significan cosas muy antiguas y, para ellos, muy hermosas.
Alguien avisa. Ya llegan. Por la vereda de la entrada caminan algunos hermanos que llevan unos bellos triángulos hechos de flores rojas (la libertad), blancas (la igualdad) y rosadas, símbolo de la fraternidad. También rosas rojas. Los masones se calzan sus guantes blancos y algunos se anudan a la cintura el tradicional mandil. Entre los de más responsabilidad se ve algún collar y alguna banda azul. Los presentes, masones y profanos (porque no todos son masones en esa mañana helada del cementerio: hay periodistas, amigos, gente diversa), se reúnen cerca de tres grandes mausoleos. Va a empezar la conmemoración.
De ayer y de hoy
Porque el pequeño grupo se ha reunido allí, en esa mañana glacial, para recordar que 127 años atrás, el 11 de febrero de 1873, se proclamó en España la primera República, que duró apenas once meses, que no cambió la bandera bicolor y que tuvo cuatro presidentes. Los cuatro masones, dicen algunos hermanos (otros aseguran que sólo dos, pero a quién le importa eso ahora). Tres están enterrados allí. Y la Agrupación Ágora del Ateneo de Madrid, de la cual ya hemos hablado en esta página alguna vez, la Gran Logia Simbólica Española (GLSE) y la Federación Española del Derecho Humano se han reunido en el cementerio para honrar su memoria y dejar sobre sus tumbas las rosas rojas y los triángulos de flores.